"Esta es una historia real de Beatriz que tiene la edad de 22 años.
Cuando Beatriz Álvarez ingresó al Liceo Las Araucarias para hacer su enseñanza media, en 1994, el orientador del liceo vio en ella un gran potencial. En el primer semestre obtuvo excelentes calificaciones. Además de participar en muchas actividades extracurriculares, tomaba clases de piano y se deleitaba tocando música de Intillimani y Quilapayun, además de pertenecer al coro del liceo. En los primeros meses Beatriz, de 14 años, se hizo amiga de varios muchachos mayores que ella y su vida tomó un rumbo distinto.
Una tarde en que estaba con ellos en el parque al frente de su casa, un chico alto y bien parecido llamado José Manuel, de tercer medio, le ofreció un cigarrillo de marihuana.
- Dale una fumada - le dijo -. Te va a gustar. Al principio Beatriz se negó, pues siempre había desaprobado el uso de drogas. Pero José Manuel trató de convencerla.
- No es droga - aseguró -. Es sólo marihuana.
Entonces ella decidió probar.
- Está bien - repuso -. Pero sólo una. Siguiendo las indicaciones de sus amigos, aspiró el humo de olor dulzón y contuvo el aliento todo el tiempo que pudo.
Luego dio otras fumadas. Al soltar el humo que no quedó atrapado en sus pulmones, se sintió mareada... y eufórica.
- Dame otra fumada - le pidió a José Manuel, tirándolo del brazo.
Después de dar unas cuantas fumadas más al cigarrillo, Beatriz experimentó una euforia todavía más acentuada. El tiempo transcurría muy lentamente, y los colores y los sonidos le parecían mucho más intensos. ¡Vaya! exclamó para sus adentros. ¡Esto es increíble! La sensación le duró cuatro horas. Beatriz ardía en deseos de que la invitaran otra vez sus nuevos amigos. Haber tomado la importante decisión de fumar marihuana la hizo sentirse más ligada ellos. Y estaba segura de que alguno llevaría más hierba para todos.
No la decepcionaron. El siguiente fin de semana, cuando José Manuel le ofreció un cigarrillo, Beatriz aceptó gustosa. No entiendo por qué a los adultos les asusta tanto que fumemos un poco de marihuana, - se dijo -. Sólo sabía que cuanto más fumaba, más eufórica se sentía. Beatriz empezó a fumar marihuana más a menudo, y ya no sólo en compañía de sus amigos. Cada mañana, fumaba uno de camino a la escuela En los recreos entre clases se metía al baño a fumar un cigarro de tabaco mezclado con un poco de marihuana para que el olor no fuera tan fuerte, e incluso en una ocasión llegó drogada a un recital del coro de alumnos. Y para conseguir marihuana tenia a sus amigos que se la dieron en un principio y luego se la vendían y para comprarla tuvo que robar dentro de su propia casa, a sus padres, y también vender una gran cantidad de cosas de ella.
Poco a poco fue necesitando mayores cantidades de marihuana para sentir el mismo efecto que al principio. Un día comenzó a usar una pipa para concentrar el humo y no desaprovechar ni una pizca del pito. "Lo único que se desperdicia eres tú", le dijo el vendedor de la pipa. A Beatriz no le preocupaba necesitar cada vez más hierba; al contrario, le parecía una hazaña. "Vean cuánto puedo fumar y no me pasa nada y además la puedo dejar cuando yo quiera ", se jactaba ante sus amigos. Y tampoco le inquietaba hacerse adicta. La marihuana, le decían aquellos, no crea más necesidad que la leche. Estaba segura de que podía dejarla cuando quisiera.
Cuando sus padres le preguntaban cómo le iba en la escuela, Beatriz les sonreía y decía: "Muy bien". Como siempre había sido una buena hija, Carlos y Consuelo Álvarez no ponían en duda sus palabras. Sin embargo, ella se había convertido poco a poco en una mentirosa consumada.
- Después de clases voy a ir a casa de Pepa - le dijo una mañana a su madre, mirándola a los ojos.
Pero lo que hizo fue ir con sus amigos a un camino cerrado y allí fumaron marihuana hasta que fue la hora de regresar a casa a cenar. Los viernes por la noche, Beatriz volvía a su casa a las 21, cenaba y luego fingía que se iba a acostar. Cuando veía que sus padres apagaban la luz, esperaba diez minutos y luego bajaba las escaleras muy callada y se iba a una fiesta. Cuando sus amigos fumaban marihuana también bebían, ya fuera cerveza, vino, vodka o pisco. El alcohol la hacía sentirse relajada, además de eufórica, y se sorprendía de cuánto podía beber sin llegar a emborracharse. Beatriz empezó a faltar a clases muy a menudo y sus notas comenzaron a bajar; sin embargo, por un tiempo logró seguir engañando a sus padres.
Cuando el liceo llamaba a sus padres para darle un informe de su rendimiento, ella decía que sus padres no estaban o que ya les había avisado y que no podían ir porque estaban trabajando. Incluso, imitando la letra de uno de sus profesores para hacer, llegar comentarios positivos como: "Es un placer tener a Beatriz en el coro del liceo". Hacia el final del primer año, su promedio de notas andaba por los suelos, y llevaba acumuladas 18 anotaciones negativas, casi todas por faltar o correrse de clases. Además, Beatriz había dejado muchas de sus actividades extracurriculares. Cuando sus padres le preguntaban el motivo, ella respondía que simplemente necesitaba un poco de "espacio". Carlos y Consuelo atribuyeron su actitud a los bajones propios de la adolescencia. Con excepción de la marihuana, a ella ya no le interesaba nada Su entusiasmo y motivación de antes cedieron el sitio a una total apatía. Se había vuelto esclava de la droga y no podía evitarlo.
Nos contaba que más de alguna vez pensó "La marihuana es un inmóvil mar de destrucción. Me estoy ahogando", pero ese ahogo le gustaba. La adicción también comenzó a minar su salud. Se sentía mal gran parte del tiempo y tenía las manos y los pies permanentemente fríos. Como en las mañanas despertaba tosiendo, hundía la cara en la almohada para que sus padres no la oyeran. Advirtió, además, que su menstruación se había vuelto irregular. Carlos y Consuelo notaron cambios en su hija, y como ella respondía a sus preguntas con evasivas, empezaron a preocuparse. Cuanta más marihuana fumaba Beatriz, más necesitaba.
Animada por sus amigos, probó otras drogas mucho más fuertes que la marihuana como: LSD, pasta base, cocaína y anfetaminas. Con todo, la marihuana siguió siendo su "droga preferida". Era con la que había empezado y la última que querría dejar. Una noche, hacia el final de su segundo año medio, Beatriz asistió a una de las fiestas que ya se habían vuelto costumbre para ella. Los padres del dueño de casa no estaban y había gran cantidad de alcohol y drogas. Beatriz supuestamente no debía estar allí. En reuniones con el orientador del liceo, Carlos y Consuelo se habían enterado de las malas notas de su hija y de sus frecuentes inasistencias. Esto los hizo sospechar que estaba consumiendo alcohol o drogas y la castigaron. Pero como esa noche sus padres habían salido, Beatriz se escapó, pensando que podría regresar a casa antes de que ellos volvieran. A eso de las 2 de la mañana se acomodó en el asiento trasero de un auto, con cuatro amigos que iban a llevarla a casa. Ricardo, el conductor, estaba curado y drogado. Aceleró a fondo en una recta del camino y Beatriz vio la aguja del velocímetro pasar de 120 kilómetros. Segundos después, el auto chocó contra una valla de contención, rodó por una pendiente y cayó dado vueltas.
Milagrosamente, nadie murió. Ricardo quedó con el rostro pegado a la bocina, que sonaba con fuerza. Los demás tenían la cara ensangrentada y los brazos o las piernas rotos. Aturdida por el alcohol, la marihuana y la cocaína, Beatriz ayudó a sus amigos a salir de entre los restos del auto, sin percatarse de sus propias heridas. Beatriz sufrió graves lesiones en la espalda y el cuello, que iba a requerir un año de kinesiología "No sabía que Ricardo había tomado", les dijo a sus padres. Ellos no deseaban otra cosa que creerle. Aliviados de que estuviera viva, le dijeron que por esa vez la perdonaban, pero le advirtieron que iban a vigilarla más de cerca.
Aun así, mientras se mejoraba Beatriz siguió fumando a escondidas. Beatriz había empezado a salir con un apuesto muchacho llamado Francisco Venegas que era popular con las chicas y también consumía marihuana y cocaína con frecuencia. Una noche, tres meses después del accidente, Francisco se presentó en casa de Beatriz con unos tres gramos de cocaína. Carlos y Consuelo habían salido a casa de unos amigos, así que un rato después Beatriz y Francisco estaban inhalando el polvo blanco con unas bombillas de bebidas. Luego de varias inhalaciones, a Beatriz se le aceleró el pulso, lo que nunca le había ocurrido. Fumó varios pitos de marihuana para "calmarse", pero fue contraproducente: el corazón le latía con tanta fuerza que le movía hasta la blusa. Aterrada, le dijo a Francisco que pidiera ayuda. Francisco tomó el teléfono y marcó el número del hospital.
Pidió que enviaran a alguien sin demora, pero no esperó a que llegara. "Me voy a ir, porque de mas que van a llegar los pacos", dijo, y se fue por la puerta del patio. De camino al hospital, la frecuencia cardiaca de Beatriz se disparó a 196 latidos por minuto.
- No dejes de hablar - le decía el paramédico que iba con ella en la ambulancia -. No queremos que te mueras.
Al enterarse de que su hija estaba en urgencias del hospital por una sobre dosis de cocaína, Consuelo no pudo contener el llanto. Era la señal de alarma que Beatriz necesitaba desde mucho tiempo, y sus padres también.
- Has tocado fondo- le dijo Carlos más tarde -. Seguimos siendo tus mejores amigos, pero de hoy en adelante te vigilaremos sin descanso.
Cada mañana, Carlos no se iba al trabajo hasta pasar a dejar a Beatriz a la escuela, y cuando ella volvía a casa, Consuelo o él la estaba esperando. Ya no la dejaban subir a los coches de sus amigos ni ir a fiestas. En el verano sus padres la llevaron a una casa en la playa para alejarla de sus "amigos". Durante cuatro semanas Beatriz padeció los síntomas de la falta de droga: temblor, nerviosismo y sudoración excesiva. Le costaba tanto trabajo ceñirse a un horario, que no sabía cuando comer ni cuando dormir. Poco a poco su embotado cerebro volvió a funcionar. "Estuve a punto de dejar que mis sueños se perdieran en una nube de olor dulzón". A menudo recordaba su estancia en el hospital. "Casi me muero", se decía, y "ninguno de mis amigos que estaba conmigo vino a verme". Los amigos que no llegaron al hospital fueron los que se drogaban con ella, pero los que si llegaron fueron los que ellas misma había dejado de lado por sus nuevos amigos
De regreso en casa, se propuso rehacer su vida con el mismo empeño con que se había dedicado a destruirla. Tuvo que hacer segundo medio de nuevo ya que lo había repetido por las notas y por la gran cantidad de inasistencia. Volvió a tomar sus clases de piano. En cuarto medio hizo el viaje de gira de estudio con sus compañeros.
Han pasado, 8 años desde que fume mi primer pito y no me siento orgullosa de eso. Pero han pasado 6 años desde que fui capaz de fumar mi ultimo pito, y de eso si que me siento orgullosa Se dijo ¡Qué distinta soy ahora!.
Beatriz Álvarez llevará siempre las cicatrices de su danza con el diablo. – "Todavía hay gente que me dice tú eras drogadicta y te rehabilitaste, pero ¿nunca mas has fumado, segura?" "Para algunas personas voy a ser drogadicta toda la vida aunque demuestre lo contrario" -.
El dolor de la espalda causado por el accidente la sigue agobiando, y a veces ve imágenes "fantasmas" de objetos en movimiento. Con todo, las aspiraciones son tan grandes como antes. Ingresó a la universidad con la ilusión de estudiar leyes y
esa ilusión se hizo realidad y este año en diciembre da su examen de grado y se gradúa de Abogado. "Me salvé de milagro, y creo que si hubiera sido por esos "buenos amigos" que tuve, hoy estaría muerta".
"No culpo a nadie de mi drogadicción, pero si falta mucha prevención en los colegios y sobre todo dentro de las familias, es un tema que todos saben que se debe tratar pero no lo hacen pensando que lo harán en el colegio", me cuenta Beatriz, sentada en la esquina de mi casa en unos viejos columpios, donde ella antiguamente fumaba sus pitos.